Víctor
Cómo me alegró el día saber que la tienda de Víctor quedaba por la zona de playas. En la parte más cheta además, donde las chicas van ya bronceadas y se nota que tienen todo el día por delante. Juan y yo en cambio, teníamos solo unas horas: una escapadita.
– ¿No es raro que se haya instalado por acá? – le dije – Llama mucho la atención, rodeado de locales de ropa y heladerías.
– El tipo tendrá sus motivos. Es parte de lo que vinimos a investigar.
Convencí a Juan de meternos al agua diez minutos, antes de ir a la tienda de Víctor.
– Dale, Juan, no sabés lo que preciso unas vacaciones. Dejame aprovechar el día.
No había tanta confianza entre nosotros como para estar así, con poca ropa, chapoteando juntos. Pero igual nos divertimos.
No teníamos toallas así que me tuve que volver a poner el pantalón cargo por encima de la tela y las piernas todavía húmedas. Me vino como una audacia y en vez de ponerme la camisa me la tiré por encima de los hombros, como si fuera una capa. A Juan no le gustó esa informalidad, pero no es mi jefe, no puede decirme nada.
La tienda de Víctor daba directo a la arena, como un parador más. Como si adentro fueras a encontrarte tablas de surf o souvenires. Me dio la sensación de que nuestra impertinencia de entrar al local con el pelo todavía chorreando estaba prevista, porque la parte central de la sala tenía una especie de deck, una pasarela donde era lícito arrastrar arena y derramar gotas. Por fuera de ese camino todo era pulcro y luminoso. Casi todo era azul y verde eléctrico.
Las tres paredes estaban cubiertas por estantes que alojaban a cientos de muñecos de colección. Me acordé de la última vez que le dije “muñeco” a un muñeco y ofendí personalmente a alguien. Me bajó el miedo por la columna y decidí que no me referiría a la mercadería en voz alta de forma alguna. Si bien los juguetes eran muchos y muy variados, estaban cuidadosamente separados entre sí y se podía apreciar que seguían un orden criterioso que yo no conocía. Ningún cartel indicaba que los objetos no se pudieran tocar, pero el lugar inspiraba ese respeto implícito que es más poderoso que cualquier orden. Ni siquiera me dejaba lugar a la tentación: simplemente no se toca.
Víctor estaba tras un mostrador, también verde, a la derecha de la puerta de entrada. Era más flaco que gordo y más bajo que alto, sin exageraciones. Los párpados y el pelo parecían chorrear de su cara, como si él también viniera de darse un chapuzón en el océano. Saludó a Juan, porque era a él a quien esperaba. Con él había concertado la entrevista.
Yo me dediqué a curiosear el negocio-fachada, sin dejar de prestar atención por un segundo al intercambio entre ellos dos.
– Yo creo que lo principal que te ofrezco – decía Victor – es la seguridad de que no vas a meter a nadie en problemas. El contrato que firmás conmigo está más que revisado y evita cualquier sospecha sobre tus amigos o familiares. Es un tema de prolijidad.
– Pero, ¿qué ley te ampara? – preguntó Juan.
– Eso no te lo puedo decir. Si querés traer un abogado a que lea el contrato y te asesore… adelante, cuando quieras. Yo creo que mi mayor garantía es el tiempo que llevo en esto… ¿Alguna vez escuchaste que alguien cuestione si es un suicidio? Bueno, eso es prolijidad. Aparte los jueces, los fiscales ya conocen mi trabajo.
– Disculpame – dijo Juan, con reverencia – pero te tengo que preguntar. Si es todo legal ¿por qué ponés este local como fachada?
– ¿Quién dice que es una fachada? – Víctor se agachó y sacó de abajo del mostrador una lata helada de malta – ¿Querés?
Juan se negó, pero yo me acerqué enseguida.
– Yo quiero, gracias.
Me dio esa lata, sacó otra para él, y los dos tomamos con ruido.
– Eso es lo principal, pero a mí lo que más me gusta es la parte de acompañar a la persona – me doy cuenta de que empezó a referirse a “la persona” y no a Juan -; porque es un momento muy delicado. De repente se dan cuenta de que hay varias cosas por resolver, pero tampoco tienen cabeza para hacerlo. Y yo también soy una solidez, un apoyo. Si ya tomaste la decisión, me aseguro de que no te cagues.
Me miró por encima de la lata y volvió a tomar.
– Sos como un coaching de la muerte.
– No me gusta que quieran ponerle nombre al rubro. Soy yo no más.
– ¿Y cómo es el pago? – le pregunté.
– Cada persona me paga con su posesión más preciada. – Sonrió. Sentí que le gustaba hacerse el interesante con esa respuesta – Está escrito así, tal cual en el contrato. Vos podés dejar tu objeto más preciado en uno de esos casilleros azules de afuera. – Los señaló. Habíamos pasado por al lado de ellos cuando entramos al local. – O si es muy grande, también podés dejarme una especie de mapa del tesoro: instrucciones de cómo cobrarlo. Si es un pago válido, en 7 días tenés el trabajo pronto.
– Víctor – Juan le extendió la mano -. Muchísimas gracias por la información.
– Fue un gusto recibirlos – dijo Víctor, y le dio el apretón – pero tengo que decirles que no me gusta que vengan a hacer preguntas solo por averiguar. Me parece una falta de respeto a mis clientes. Prefiero no darle información a personas que no están pensando seriamente en contratar el servicio.
Dejé la lata vacía sobre el mostrador y salí del local, pero sentí la mirada de Víctor seguirme a través del cristal de la ventana. Dejé que Juan se me adelantara y me paré frente a los casilleros azules. Parecían casilleros como los de cualquier supermercado o tienda de ropa, de esos en los que el guardia de seguridad te obliga a dejar la mochila. Me pareció brillante que esas inocentes puertas azules fueran la pasarela de pagos para comprar un suicidio prolijo.
Noté que la mayoría de los casilleros estaban cerrados, sin llave. Era un negocio próspero. Cuando encontré un casillero con llave lo abrí. Sopesé en mi mano el llavero redondo, pesado y brillante, con un número 14 en tipografía gruesa, blanca sobre negro.
El anillo de mi abuelo no era, ni por asomo, mi posesión más preciada – me acababa de meter al océano con él, a riesgo de que la olas me lo arrancaran o fuera deteriorado por la sal. Pero quería jugar, así que me lo saqué, con dificultad. Lo coloqué, lo más centrado posible, en el suelo de esa pequeña tumba que ahora era el casillero. Cerré la puerta y me metí la llave en uno de los muchos bolsillos de mis cargo.
Me di vuelta, con la seguridad de que iba a encontrarme la mirada fija de Víctor. Le guiñé un ojo. No sé si me respondió con algún gesto. He recreado ese momento tantas veces en mi mente que podría haberme guiñado un ojo también, podría haberme sacado la lengua, podría haberme mostrado la pija. Sé que me estaba mirando, que me hirvió la sangre un segundo, y que me fui trotando atrás de Juan.
– ¿Pero qué hacés?
– Es por joder – le dije – en un par de días vuelvo y vacío el casillero.
Esa noche era el cumpleaños de un amigo y fuimos a un bar. Yo quería preguntar a los demás qué pensaban de Víctor y sus suicidios. Armaba en mi mente frases elocuentes como si estuviera escribiendo un artículo para el blog de la Orga. Compañía de suicidios era un término que me hacía sonreír. Más de una vez abrí la boca para intentar decir algo al respecto, en esos preciosos momentos en que el grupo se fragmenta y quedan conversaciones dispersas de dos o tres personas. Pero finalmente, no me animé. Nunca se sabe cuándo hay algún depresivo suelto, y no quería bajar la vibra del cumpleaños.
Llegué a mi casa a las dos y algo de la mañana y me puse a leer sobre él en internet. Tenía un newsletter. Firmaba Víctor Amicus. Hablaba de arte, de cómics y muñecos. Pero también tenía una sección especial donde hacía largas, sesudas, divertidas odas a la muerte y se burlaba de sí mismo por no haberse matado todavía. Lo devoré, amé cómo escribía.
Al día siguiente me dormí. Llegué al trabajo a las 11:02 de la mañana. Corrí a apretar el botón de encendido de mi computadora, y corrí también a la cocina a hacerme un café.
Mi líder de equipo se sentaba justo detrás de mí:
– Ayer te fuiste temprano, hoy llegás tarde… – me reclamó sin mirarme a la cara
– Ayer salí por tema de trabajo
– Tus otros proyectos no me importan – me dijo
– Más vale que no
Mi líder me parecía un cara cagada, pero para ser justos con él, era verdad que todo el tiempo que yo no estaba en la oficina redundaba en más carga para él. Nuestro equipo éramos él y yo. Antes había una persona más pero se suicidó y todavía no habían puesto un remplazo.
Me senté frente a mi compu y vi que Víctor Amicus acababa de publicar un nuevo newsletter titulado “Quieren nombrar mi rubro”. Se me dieron vuelta las tripas pensando en que hablaba de Juan y de mí, pero seguro mi líder estaría con la mirada fija en mi pantalla, cronometrando los segundos que pasaban hasta que yo me pusiera a completar las putas planillas. Marqué el mail como leído y le puse una estrellita de “importante”. Mi única rebeldía fue mandarle un mensaje a Juan preguntando si ya había empezado a escribir algo sobre Víctor. Enseguida, me puse a trabajar.
Cuando Margarita me pidió que me instalara a trabajar en la oficina del Ministerio, pensé que iba a ser una aventura. En la Orga a todos nos importa mucho todo y eso es una alta exigencia emocional. Pensé que ese transplante a un entorno de tareas burocráticas podía significar también un poco de relajo. Faltar los viernes, robar cosas, coger en el baño. Fantasías que no se habían cumplido. La gente no estaba entusiasmada por su trabajo, pero tampoco estaba entusiasmada por nada más.
Lo único hermoso de estar ahí era la vista desde mi ventana. Se veía el mar. A veces salía tarde para ver el atardecer.
Después de enchutarme uno tras otros los evangelios del amigo de la muerte le perdí el pudor a hacer bromas al respecto, por lo menos en el ambiente controlado de la oficina. Cada vez que uno de mis compañeros burócratas se lamentaba por algo yo les decía “siempre podés visitar a Víctor” o “¿te paso el teléfono de aquél?” y todos se reían.
Aprendí a mandar a cagar a los que me decían que con eso no se jode, y cuando entraba en discusiones filosóficas sobre el derecho a la muerte, replicando punto por punto los conceptos de mi amigo, mi líder me mandaba a callar. No me gustaba esta represión, pero también sentía que ese límite creaba un espacio seguro. Y cuando escuchaba a alguien más hacer bromas sobre Víctor sentía que mi punto de vista era validado, que la mayoría estaba conmigo.
Una tarde que estábamos todos reunidos en torno a una bolsa de bizcochos, Benja, el pasante más joven y más feo de todos, estaba haciendo un relato en el que entremezclaba lamentos por su vida dentro y fuera de la oficina. Le dije “Bueno, cualquier cosa ya sabés” y cabeceé hacia la ventana que daba al océano. Para entonces ya todos mis compañeros sabían que Víctor manejaba su negocio desde la orilla de la playa. Rieron.
Pero Benja no se rió, ni me miró. Siguió con la vista fija en la moquette desabrida. Me pareció ver un pequeño cambio en la luz de sus ojos. Me asusté.
– Te lo digo en joda Benja. No queremos que te mates. Yo te quiero.
Me salió decirlo así, un poco por desesperación, pero cuando lo dije en voz alta me di cuenta que era verdad que lo quería. Lo amaba, incluso. No tanto como para mantener un vínculo, pero qué más daba generar una amistad o un noviazgo de ficción para atarlo un poco a la vida. Si hay un servicio de la muerte, bien puedo yo hacer esto también.
En ese momento apareció el jefe – no mi líder, si no el superior de mi líder – a preguntar por qué no teníamos puesto el uniforme. Solo Benjamín y los líderes lo tenían. A los demás nos bramó como si le hubiéramos hecho perder guita. Mis compañeros se fueron a cambiar al baño. Hacían fila, avergonzados de su ropa como quien se avergüenza de la desnudez. Yo me cambié frente a la computadora con la completa conciencia de que mi líder me miraba el culo. Apareció una notificación importante en el sistema mientras terminaba de sacarme los cargo. Leí la notificación y evalué qué hacer, tranquilamente, en calzones.
Esa noche me drogué desde muy temprano y entré en el tubo del deseo. No es que pierda la conciencia, pero todo es tan presente y necesario que pierdo noción de lo que hice. Al otro día me desperté pasada la una de la tarde, y decidí que no podía ir al Ministerio a enfrentar una meada despótica.
En lugar de eso, fui a las oficinas de la Orga. Desde ahí no se ve el mar, pero es un lugar colorido y luminoso. Lo primero que vi al abrir la puerta fue a Margarita llorando en la sala de conferencias. Es la mujer más perfecta del mundo y quise ir a consolarla, pero también me pareció justo que llore porque cada vez que hablo con ella me dan ganas de llorar. La saludé con la mano y ella hizo lo mismo, secándose las lágrimas con mucha dignidad.
Avancé hacia la sala principal. Escuché el ruido indistinto del suave jolgorio que tanto extrañaba. Todos los escritorios estaban vacíos menos el de Juan y Lucas. Los gurises se habían apiñado en torno a la compu de Juan, que miraba el monitor concentrado, mientras Anita y Lucas le masajeaban la cabeza y los hombros. Rosario comía fideos de un tupper gigante y entre un bocado y otro le dijo “Dale, Juan, es para hoy”.
Cuando me vieron, se alegraron mucho. Les dije que estaba ahí para pedirle a Margarita que me dejara volver con ellos, y se alegraron más.
Al acercarme vi que Juan probaba sucesivas tipografías en una diapositiva que decía “Victor Amicus, el coaching de la muerte”. Hizo una pausa para preguntarme si ya había ido a vaciar mi casillero y palpé los bolsillos de mis pantalones en busca de la llave número 14.