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Escribiré cuando sea preciso. No como una actividad: como una urgencia. Como cagar. Porque yo no soy poeta; y ya no soy narrador, tampoco. Expulso versos coagulados y no quiero ponerme a trabajar sobre esa mierda. No quiero, por esta vez, huir al refugio de la lógica. Quemaré mi refugio en honor a nuestro encuentro. Porque son muchos, suficientes, los lazos amorosos que me salen del cerebro. Es mucho amor, mucho placer, el que me viene de pensar de a dos las cosas y comprobar que hay tanto asombro por hacer. Pero contigo siento un hilo que me sale del ombligo (¡como el nutricio, de los fetos!); un ombligo espiritual que lleva paz en sus fluidos. Quiero quemar ese refugio y escribir así – desnuda – cuando son mías las dos plazas que compré para otro cuerpo. No hay más cuerpo que este, que el mío, que uno solo. Nunca seré otra persona, ni siquiera cuando tenga dedos-pijas-lenguas en el espacio que ahora ocupan otras partes de mi cuerpo; en el espacio relativo que corresponde a mi cuerpo. Nunca veré lo que otros ojos. Nunca seré más que humana. A menos que exista dios y seamos dios y que al morir seamos todo y veamos todo y no haya tiempo. Yo puedo concebir que no haya espacio (al principio de los tiempos, no lo hubo). Entonces puedo concebir que no haya tiempo -nunca hay tiempo- y ante la extinción, ante la irrealidad del tiempo, ya no hay muerte; porque en la muerte no hay más y siempre habemos; siempre estamos. Vos, que sos prueba de la eternidad, seguís temiéndole a la muerte. ¿Qué queda para mí que soy mortal? Qué vida corta si podría pasarla con tu cintura entre mis manos, con tus tetas en mi boca, con tu concha en mi cabeza, con tu pelo entre mis dientes, con tu mirada en mi trocito de horizonte, con tu aparente humanidad en mi azotea, con tu piel bajo este sobre de dormir que supo ser todo mi abrigo. Si te hubiera dicho claramente y en voz alta todo lo que veo en vos ya no habría nada que escribir. Se limpiaría la tinta de mis dedos, se curarían mis callos, se cerrarían mis ojos para dormir tranquilamente. Te dedicaría una paja, no un poema. Me olvidaría de que existe la potencia de poner una palabra al lado de otra; porque la única concatenación todavía importante al final de los tiempos es nuestro abrazo: los abrazos concatenados de una serie de personas que se aman y que no odian el amor, como hacen tantxs. Aquí están mis cautivos, aferrándome a la vida, preguntando ¿dónde estabas? y yo estaba con vos en un ritual mundano-extraordinario, mirando a los mortales, exigiéndoles que HAGAN, que se paren, que te vean, que dejen de jugar sus distracciones porque hay una Diosa caminando entre nosotrxs. La humanidad, como cualquier juego de caja, puede venir con instrucciones más o menos intuitivas. Y allá afuera el animal que nos observa podría deducir cada una de nuestras reglas, podría documentarlas, podría, así, reproducirnos. Reglas de la humanidad: La filiación. La acumulación de poder-dinero. La atracción sexual. La moralidad. El decaimiento de la salud. La búsqueda de excitación. El alimento. No son tantos los parámetros a ajustar para reproducir casi con exactitud nuestro estado actual: averiguar qué pasó antes, determinar las posibilidades de la especie: quién esclaviza a quién, quién viola a quién, quiénes se alían, quién ganará el estatus de persona, quién va a perderlo. Hay una sola cosa que no puede capturarse en nuestro manual de instrucciones; una regla inefable que desordena el modelo y nos presenta un embajador del caos: es el asombro que produce la belleza. Ningún marciano entenderá (no importa cuán larga su beca, cuán detalladas sus observaciones) por qué nos quedamos viendo un atardecer o su pintura, por qué nos miramos a los ojos, por qué ante tu presencia jamás podría concentrarme en el tablero. ¡Miren mortales, miren, hay una Diosa acá en la tierra, una Diosa entre nosotrxs! Yo sí que soy mortal, yo sí que estoy jugada a la existencia. Por eso quiero probar esa excepción de mi cuello entre tu aliento, mis labios en tu boca, mis dientes en tu oreja, tu antojo en la cocina, en un cuenco, en la cama, sin desinfectar, sin profilaxis. Deja una fantasía sin cumplir en mi ciudad. Subí a tu nave, y yo me quedo cuidando la terraza, la bañera, los cautivos que serán siempre cariñosos, tan despojados de exigencias ante vos y otras visitas. Aquí esperamos el asombro, asombradxs de existir, contentxs con la idea de respirar hasta la próxima comida, hasta la próxima caricia, hasta la próxima conversación sincrónica, presencial, descomplicada, hasta el próximo eslabón de los abrazos.